Violencia vicaria como instrumento de control y poder sobre las mujeres

Por Adriana Martin Viveros

En el catálogo de la violencia de género, hay formas de agresión que no dejan marcas visibles, pero que desgarran desde lo más profundo. La violencia vicaria es una de ellas. No solo busca herir, sino doblegar. No basta con dañar a la mujer directamente; va más allá, utilizando a los hijos como herramientas de castigo. Es una forma perversa de violencia que no solo vulnera los derechos de las mujeres, sino que utiliza el vínculo más sagrado «la maternidad”, como campo de batalla. La violencia vicaria no solo es un acto cruel, sino un mecanismo estructural de poder enmarcado en un sistema patriarcal que se resiste a perder el control.

La violencia vicaria es una modalidad de agresión ejercida principalmente por hombres hacia las mujeres a través de los hijos, con el objetivo de causar daño emocional, ejercer control y perpetuar el poder patriarcal. Este tipo de violencia no solo atenta contra la dignidad de las mujeres, sino que también vulnera los derechos de niñas y niños, quienes son utilizados como instrumentos de venganza.

Muchas veces, se piensa que el momento de la separación es el fin del ciclo de violencia. Sin embargo, para muchas mujeres, es solo el comienzo de un nuevo infierno. Cuando el agresor ya no tiene control sobre el cuerpo o las decisiones de su expareja, dirige su furia hacia lo que más ama: sus hijos. La violencia vicaria nace de ese deseo de seguir dominando, de seguir influyendo, aunque sea desde el dolor. Es una forma de decir “si no eres mía, tampoco serás feliz”.

Este tipo de violencia no es casual. Es calculada, intencional y profundamente emocional. Se basa en la certeza de que, al dañar a los hijos, la mujer también será destruida. El agresor conoce bien el vínculo materno, sabe cuánto duele ver sufrir a un hijo, y se vale de ello como su arma más eficaz.

Esta forma de violencia es profundamente machista, ya que parte del supuesto de que las mujeres deben pagar las consecuencias de sus decisiones personales (como separarse, denunciar o buscar autonomía) a través del dolor que sienten por sus hijos. El uso de menores como «arma» convierte a los hijos en víctimas secundarias, muchas veces expuestos al abandono, manipulación o incluso agresiones directas.

En México, la violencia vicaria ha comenzado a reconocerse tanto social como jurídicamente. El Código Penal de varios Estados como Zacatecas, Estado de México, Ciudad de México e Hidalgo ya incluye el término «violencia vicaria» dentro de sus legislaciones, reconociéndola como un delito que puede ser sancionado con penas privativas de libertad. A nivel nacional, se ha impulsado una reforma para incorporar esta figura en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, definiéndola como la violencia ejercida por el agresor para causar daño a la mujer a través de personas con las que mantiene un vínculo afectivo, como hijas e hijos.

Diversas organizaciones feministas han denunciado cómo el Sistema Judicial Mexicano en ocasiones revictimiza a las madres protectoras, acusándolas de obstrucción de la justicia o alienación parental cuando intentan proteger a sus hijos de padres violentos. Este fenómeno evidencia el sesgo institucional que aún persiste en la impartición de justicia y la urgencia de capacitar a operadores del sistema legal con perspectiva de género.

La violencia vicaria no es un acto aislado; es parte de una estructura. Refleja un sistema que históricamente ha visto a las mujeres como objetos de propiedad y no como personas autónomas. La maternidad, en este contexto, es utilizada en su contra. Se romantiza socialmente, pero también se castiga: si una mujer toma decisiones que desagradan al padre, puede perder a sus hijos, puede ser humillada en tribunales, desacreditada como madre, acusada de manipulación o alienación.

En muchos casos, el sistema legal se convierte en cómplice, no por malicia, sino por ignorancia o falta de perspectiva de género. Hay mujeres que han denunciado violencia, pero terminan perdiendo la custodia. Hay jueces que priorizan una relación «sana» con el padre antes que la seguridad emocional de los menores. ¿Cómo puede construirse una sociedad justa si no se protege lo más elemental: el derecho a una vida libre de violencia?

Reconocer la violencia vicaria como una forma de violencia de género no es solo un acto jurídico, es un acto ético. Implica entender que la violencia no termina con la separación y que el daño emocional puede ser tan devastador como el físico. Significa también escuchar a las madres que denuncian, sin prejuicios, sin poner en duda automáticamente su testimonio, sin reducir su dolor a un conflicto familiar más.

Combatir la violencia vicaria exige no solo leyes, sino también conciencia social, empatía y compromiso institucional. Exige desmontar el mito de que las mujeres usan a los hijos en su contra, cuando la realidad más cruda es que muchas veces son los agresores quienes los usan como escudos o armas.

La violencia vicaria nos obliga a mirar desde el patriarcado: el deseo de poseer, de controlar, de castigar. Nos enfrenta con una verdad incómoda: que hay hombres que prefieren destruir a sus propios hijos antes que perder el dominio sobre una mujer. Y ante eso, como sociedad, no podemos ser neutrales. Callar es complicidad.

Visibilizar, proteger y actuar es una forma de justicia. Porque ninguna mujer debería vivir con miedo de que amar a sus hijos sea también su mayor vulnerabilidad.

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